El departamento del Cesar, ubicado en el norte de Colombia, es una tierra rica en cultura, especialmente conocida por su tradición musical vallenata. Sin embargo, más allá de la música, el Cesar también es el hogar de fascinantes mitos y leyendas que forman parte de su identidad popular. Estas historias, muchas de ellas transmitidas de generación en generación, reflejan la cosmovisión, los miedos, y las creencias de los habitantes de esta región, donde la naturaleza y lo sobrenatural parecen entrelazarse. A continuación, exploramos algunas de las leyendas más emblemáticas del departamento del Cesar.
Uno de los mitos más populares en el Cesar y en la región del río Magdalena es la historia del Hombre Caimán. Este relato tiene sus raíces en las riberas del río, donde un hombre conocido como Saúl Montes fue víctima de su propia curiosidad y deseo. Según la leyenda, Saúl era un hombre que disfrutaba espiando a las mujeres mientras se bañaban en el río. Para lograr esto sin ser descubierto, recurrió a la ayuda de un hechicero que le proporcionó una poción para transformarse en caimán. Sin embargo, el hechizo tuvo una falla, y Saúl quedó atrapado en el cuerpo de un caimán con rostro humano. La leyenda dice que el Hombre Caimán aún habita en las aguas del Magdalena, aterrorizando a los pescadores y recordando a todos los peligros de los deseos insaciables.
Aunque la leyenda de La Llorona es común en muchas partes de Colombia y América Latina, en el Cesar tiene una particularidad relacionada con la cultura vallenata. Se cuenta que esta versión de La Llorona era una mujer joven que vivía en Valledupar y que, tras perder a sus hijos, quedó condenada a vagar por la región. Se dice que su lamento puede escucharse cerca de los ríos y quebradas que recorren las montañas de la Sierra Nevada de Santa Marta, especialmente durante las noches de luna llena. Su historia sigue siendo contada en las noches de parranda vallenata, cuando los más ancianos recuerdan cómo, en su juventud, escucharon el triste lamento de la mujer que busca a sus hijos entre los cerros del Cesar.
El Cesar es el corazón del vallenato, y una de las leyendas más arraigadas en la región es la de Francisco el Hombre, un mítico juglar vallenato. Se dice que Francisco el Hombre fue un músico excepcional que, según la tradición oral, tuvo un encuentro cara a cara con el diablo. La leyenda cuenta que el diablo se le apareció una noche mientras Francisco viajaba por los caminos del Cesar, y lo retó a un duelo musical. Francisco, con su acordeón en mano, aceptó el desafío y comenzó a tocar de manera magistral, venciendo al diablo al cantar el credo al revés. Desde entonces, Francisco el Hombre es visto como una figura casi mítica, un símbolo de la lucha entre el bien y el mal, y su historia sigue viva en el folclore vallenato.
La Sierra Nevada de Santa Marta, que se extiende en parte por el Cesar, es el hogar de muchos mitos indígenas y campesinos. Uno de ellos es el Silbón, un espíritu que, según los relatos, se manifiesta como un hombre alto y delgado, que silba de manera aguda y escalofriante para anunciar su presencia. Los campesinos que trabajan en las zonas rurales del Cesar temen encontrarse con este ente, ya que su silbido es un presagio de desgracias, especialmente de muerte. A diferencia de otros espíritus, se dice que el Silbón no ataca directamente, sino que sigue a las personas que lo escuchan, y trae mala suerte a sus hogares.
La Madremonte, una de las leyendas más conocidas de Colombia, también tiene su versión en el departamento del Cesar. En esta región, se la describe como una figura femenina, cubierta de hojas y musgo, que emerge de los montes para castigar a quienes maltratan la naturaleza. La leyenda es especialmente popular entre los campesinos, quienes aseguran haberla visto en los bosques de la región. Se cree que la Madremonte castiga a quienes contaminan los ríos, talan los árboles o dañan el entorno natural. Aquellos que la ven aseguran que provoca lluvias torrenciales y que quienes se atreven a enfrentarse a ella pueden perderse en el monte, sin posibilidad de regresar.
El Río Guatapurí, que atraviesa Valledupar y desemboca en el río Cesar, no solo es conocido por sus aguas cristalinas y su belleza natural, sino también por ser el escenario de leyendas antiguas. Una de las más populares es la leyenda de los Encantos del Guatapurí. Se dice que en sus aguas habitan seres místicos, conocidos como "encantos", que atraen a las personas hacia el río con su belleza y su música hipnotizante. Se cree que quienes son atrapados por estos seres desaparecen para siempre en las profundidades del río. Esta leyenda ha perdurado en el tiempo, y muchos habitantes del Cesar aún creen que el Guatapurí está protegido por fuerzas sobrenaturales.
En la leyenda de la Virgen del Rosario, Leyenda Vallenata o Fiesta del Milagro, se conjugan elementos históricos, sociológicos, fantásticos y religiosos que la distinguen como una de las tradiciones más antiguas de Valledupar y de la región.
Fuentes escritas registran los sucesos históricos que inspiraron la leyenda, tales como el documento Constancia y Parte del Alzamiento de los Tupes contra la Ciudad de Valle de Upar, en el cual Sancho de Camargo, Escribano de Gobernación en la Provincia de Santa Marta, en 1582, confirma las declaraciones del gobernador Lope de Orozco en relación con el asalto de los indios Tupes e Itotos a dicha población, ocasionando numerosas muertes y la quema de la Iglesia Mayor y el Santísimo Sacramento.
Posteriormente el cronista Juan de Castellanos, en sus Elegías sobre Invasión de los Tupes a la Ciudad de Valle de Upar, en 1586, y el alférez José Nicolás de la Rosa en su libro Floresta de la Santa Iglesia Catedral de la Ciudad y Provincia de Santa Marta, hacen referencia a las manifestaciones de rebeldía de las tribus de la región.
Según cuenta la leyenda, la hermosa india Francisca casada con el indio Gregorio, ambos de la tribu Tupe y servidores del portugués Antonio de Pereira, fue agredida por la esposa de éste. Ana de la Peña azotó a Francisca por las piernas y le corto los cabellos en presencia de toda la servidumbre. Dada la gravedad de la ofensa, un indiecito Tupe de nombre Antoñuelo escapa y lleva las quejas al Cacique Coroponiaimo, quien organiza la revancha mediante ataque a la población, apoyado por los caciques Coroniaimo y Uniaimo.
Itotos, cariachiles, tupes y chimilas se van al ataque en horas de la noche del 27 de abril, tomando por sorpresa a los habitantes de la población cristiana a orillas del río Guatapurí, proceden a dar muerte a sus moradores y a incendiar las viviendas y el Templo de Santo Domingo. Este se resiste al fuego y en medio de los intentos de los indios por lograr su cometido, surge de entre el humo y las llamas la figura de la Virgen del Rosario, quien con su manto ataja las flechas incendiarias de los agresores evitando la destrucción del templo.
Los nativos huyen despavoridos en busca de refugio hasta llegar a la laguna de Sicarare, cuyas aguas envenenan con barbascos y preparan una emboscada a sus perseguidores. Con la ayuda de los negros esclavos y bajo el mando del capitán Antonio Suárez de Flórez llegan los soldados de la guardia Española y el capuchino catequizador al sitio de la celada, sedientos y cansados se acercan a beber el agua de la laguna, la cual les causa una terrible intoxicación y muerte. Una vez más aparece la imagen de la Virgen, quien con su báculo va tocando uno a uno a los envenenados produciéndose así un milagro.
Los acontecimientos terminan el 30 de abril con la ceremonia de Las Cargas, donde se representa la quema del capuchino catequizador y el episodio de la muerte de los caciques Coroponiaimo y Coroniaimo vencidos por la Guardia Española.
Cuentan una vez que en Semana Santa una niña muy linda pidió permiso a su mamá para irse a bañar a las profundas y frías aguas del Río Guatapuri, pozo de Hurtado; la madre de la niña, por ser Jueves Santo, le negó el permiso, pero la niña desobediente se marchó a escondidas, llegó a las rocas de la orilla, se quitó sus ropas y se lanzó al agua desde la altura; inmediatamente quedó convertida en Sirena. Su madre la llamó por toda la orilla del rió creyéndola ahogada, pero ella en la mañana, al salir el sol dijo adiós con la cola antes de sonreír por última vez, entonces, todos comprendieron la realidad.
Cuentan los abuelos que antes la sirena salía a las rocas los jueves santo y emitía su hermosos canto que se escuchaba por todo el valle, al tiempo que brindaba a su madre las lagrimas de la desobediencia.
Cuenta la gente de antaño que en épocas de luna nueva y luna llena aparecía por las noches un caballo sin jinete, bien aperado con adornos en la cabeza de color plateado, el repicar de sus pasos recorría calles, callejones y con un resplandor que iluminaba a su paso y antes de amanecer desaparecía.
épocas pasadas no existía la luz por interconexión eléctrica, se escuchaba y se sentía en las noches muy oscuras al arrastre de un cuero seco, fétido plagado de moscas, por las calles de las poblaciones. Asustaba a borrachos, serenateros y desprevenidos transeúntes.
En las noches lúgubres, desde la loma de la Virgen o de Nacho, a lo lejos, más o menos a la altura de la loma de San Pedro se veían las luces y se escuchaba el ruido de un carro y al llegar a la curva que conduce a la entrada del pueblo desaparecía. Muchos temblaron de pánico ante aquello inexplicable.
Francisco Mejía decía que su padre le contaba que viniendo de su finca El Ático, hoy lugar conocido como El Chorro, trató de ocultarse José Encarnación Mejía, papá de Pacho Mejía, de unos individuos que iban a caballo; estos le preguntaron por qué se ocultaba él; le respondió que creía que eran fuerza del gobierno que se encontraban acantonados en la población de El Molino. Es de afirmar que de esta respuesta se infiere que estos señores buscaban el camino que existía en ese entonces para ir a Venezuela.
Los siete caballeros sorprendidos le preguntaron si conocía un lugar oculto donde acampar; éste los llevó a la cabecera del manantial grande, hoy río Mocho, contiguo a su finca de El Ático. Allí fueron encontrados por el cazador Simón Ramírez quien luego le comunicó a sus compañeros Reyes Durán y Reyes Villero, quienes se trasladaron al lugar donde estaban acampados, diciéndoles que no estaban seguros de ese lugar, que ellos conocían una cueva muy cerca donde ellos estarían en mejores condiciones.
Cuando el señor Encarnación Mejía regresó a llevarles provisiones ya no los encontró. Días después un esclavo de nombre Higinio fue en busca de unas reses extraviadas y vigilando los ganados del cura de Valledupar quien era su patrón, vio a lo lejos unos gallinazos que revoloteaban sobre algo. Él pensó que era una res muerta, fue tal su sorpresa que al llegar al lugar encontró un espectáculo horroroso de siete cadáveres humanos y empezaron a correr los rumores que habían sido asesinados los alojados por el señor Mejía en su finca Los Áticos.
Cuenta la historia que Pedro Nolasco Martínez, famoso acordeonero pasero, padre del gran Samuelito Martínez, tuvo un encuentro a manera de piqueria con el diablo; de la siguiente forma la relata el medico Carlos Horacio González en su libro los últimos juglares.
Al finalizar en El Paso la fiesta anual de San Marcos, el patrono del pueblo, se dice que Pedro Nolasco salió en su burro con la inseparable acordeón, la tarde de 26 de abril hacia La Ceibita y, como de costumbre, animaba su camino con música, cuando de repente esos mismos cantos interpretados con singular destreza por parte del diablo poblaron todo el ambiente con su mágico sonido, iniciándose una lucha en la que iban y venían canciones sin que ninguno se diera por vencido. Pasaron así la tarde, la noche y las primeras horas de un nuevo día. Ante tan misericordiosa situación, Pedro Nolasco interpretó un credo y un padre nuestro y la música de su fantástico adversario se torno débil y lejana, diluyéndose hasta su extensión.
Fatigado física y mentalmente, perdió el conocimiento mientras después sería luego levantado del camino permaneciendo durante cerca de tres días inconsciente. A partir de este hecho se inició el final de su carrera sin par como acordeonero, pues fue perdiendo destreza hasta que le fue imposible volver a interpretar su música, lo cual le genera gran angustia y pesar.
Un espanto que dio mucho de qué hablar, ya que enervaba la piel de quien tuviese la desgracia de topárselo en su camino, fue el Niño Solitario, quien en noches muy oscuras aparecía en la Calle 20 de Julio del municipio de La Jagua de Ibirico, exactamente en la esquina del antiguo bar El Cocodrilo.
La aparición era un niño de unos 7 años aproximadamente, el cual se acercaba a la persona que a media noche se dirigía a su casa a recogerse; el niño lloraba lastimeramente, articulando sonidos extraños por su boca, con unos ojos que brillaban en la oscuridad como dos tizones encendidos, con el cuerpo completamente desnudo, el cual se veía con meridiana nitidez en la oscuridad, del que se desprendía una fetidez de carne podrida.
Seguía al sujeto a pocos pasos, lanzando al viento su llanto que sobrecogía de pánico al peregrino y si éste se precipitaba a la carrera, la infernal criatura también lo hacía; a veces el fugitivo debía detenerse en seco porque allá al frente en su camino estaba la aparición, de pie, mirándole. El prójimo se regresaba a toda prisa para encontrarse de nuevo con la criatura que le cerraba otra vez el paso haciéndole enloquecer de terror hasta que la víctima perdía el sentido y el habla, siendo encontrado al día siguiente tirado en el suelo. Era reanimado pero casi siempre quedaba con la mirada perdida, la mente ausente como idiotizado por el horror vivido.
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